«En realidad se trabaja con pocos colores. Lo que da la ilusión de su número, es que hayan sido puestos en justo lugar» (Pablo Ruiz Picasso)
En Mallorca se ha hablado hasta tiempos recientes, y tal vez aún se sigue haciéndolo alguna vez, de una tan mentada como inexistente «Escola de Pollença», referida antes a una coincidencia de pintores, en el espacio y el tiempo, que a una verdadera conjunción de estética.
Nunca se han dado las condiciones necesarias para hablar de una escuela, si bien es cierto que numerosos maestros se han detenido, e incluso han enraizado, en aquel lugar, uno de los más bellos de la isla. Tan sólo a título de ejemplo podemo nombrar a dos que hacen el cado : Hermen Anglada Camarasa y Tito Cittadini. A ambós conoció aquél espíritu inquieto, en cierta manera rebelde a la vez que respetuoso y sensato, que fue Dionís Bennàssar.
Y es preciso decir que su rebeldía tenía buenos fundamentos: desde Van Gogh el academicismo se había tragado la tradición y todos los pintores, y eso también lo dijo Picasso, tuvieron que ser autodidactas, primitivos y obligados a recrear todo un lenguaje.
Por eso, Dionís Bennàssar, que vivió aventuras personales, que conoció los grandes maestros y sus huellas, rechazó el academicismo encotillado y tomó todo cuanto pudo del magisterio de Hermen, Cittadini, Mir, Sorolla e incluso de los pintorcitos locales de una tierra tan pródiga en ellos. La muñeca izquierda de Dionís adquirió presto soltura y dejó en libertad su feraz imaginación. Es preciso fijarse en los colores que utilizaba: parace que, por sí mismos, tienen forma. Parecen más puestos que pintados. Como trasplantados.
Son los colores los grandes protagonistas de la pintura de Dionís. Heredero de aquellos maestros, busca excusa para disponer los colores. El fondo del mar, los troncos de los árboles, las rocas, los ambientes cerrados, las mujeres, los peces, los paisajes e incluso la nieve, cualquier cosa le sirve para embriagar-se de color.
Dionís era un hombre sencillo pero tenía la sabiduria del mediterráneo, la sutileza, la sensibilidad, esta gracia innata, heredada de las culturas que se estratifican bajo la piel de los mallorquines.
Fijaos en los labios de los tres retratos de mujer. El rojo carmesí sensual, voluptuoso, como de fresa carnosa, de la, entonces, su novia. El otro labio más discreto de la pollensina, buscando la magistral conjunción con una sinfonía que el labio culmina como un oboe solista. Y el labio elegante, amoroso, plenamente distinguido, acunado con la mirada cansada de la madre. Fijaos en ellos.
Dionís no copió a nadie y aprendió de todos, incluso de aquellos que parecía que nada podían enseñarle. Pero él era un hombre sabio. Un sabio de la tierra, que hacía volar la imaginación pero con los pies en el suelo. Por eso rechazó cualquier intento de intelectualizar su obra y, Dios nos salve de ello, de intelectualizarlo a él mismo.
Es preciso, tan sólo, disfrutar del espectáculo que nos ofrece. Disfrutar de esta fiesta de colores. Trascendentalizarlo sería poco serio, porque ni él lo era ni quería que lo fuese su pintura. Era un hombre hijo de una raza sensata, descendiente de generaciones que han caminado con los pies desnudos sobre la tierra generosa.
Dionís Bennàssar no pretendió ser, jamás, un genio. Y tal vez nunca lo fue. Quizá murió sin darse cuenta de que los diose lo habían tocado con su gracia. Tan sólo supo poner los colores en su justo sitio. Ni más ni menos. Tan sólo por eso Picassso lo habría admirado tanto como yo.
Jacint Planas i Sanmartí