No tengo más que una vaga referencia personal de Dionís Bennàssar. Se me ha quedado, difuminado en la memoria infantil, el sonido de aquel nombre que se me antojaba tan extraño, aunque también tan eufórico, y que rimaba tan poco con el rígido santoral de aquellos tiempos.
¿De donde vendría este nombre de Dionís, dios del vino y de la fecundidad, obvio tributo pagano, y que uno imagina, como corresponde siempre rodeado de bacantes y sátiros?.
Pocos méritos hacía el cuerpo de Dionís Bennàssar para llevar con dignidad un nombre que parecía obligado a la orgía permanente. Supongo que llevaba una vida aparentemente gris, tan gris y entonada con la grisura del tiempo, que no me permite recordarlo con ningún aspecto estridente de su persona.
Quiero decir que en aquella época, por razones de pobreza obvia y general, aún no era posible que los pintores, como pasa ahora, fuesen vestidos de pintores, los arquitectos de arquitectos, los hoteleros de hoteleros, mientras la multitud municipal va vestida de rebajas.
Dionís Bennàssar simplemente iba vestido de pollensín, era un elemento más del paisaje, de la fauna del páis, un hombre en el cual todo se había confabulado para que fuese vulgar, anónimo. Pero que, con los pinceles en la mano, recibía el toque divino de la gracia, se hacía un verdadero Dionís, y obtenía los registros de una riqueza interior que se le desbordaba en forma de himno panteista a la alegría y la felicidad.
Es cierto que dicen que Giotto era pastor y dibujaba cabras sobre un peñasco cuando otro artista descubrió que aquel muchacho tenía la facilidad y el genio de los ángeles. Estas cosa pasan de tanto en tanto para que los libros puedan decir que a veces suceden. Igual que ocurre con los milagros o los hechos metafísicos.
De cualquier forma, en la vida real lo más normal es que muchos genios permanezcan inéditos, como diamantes ocultos que jamás nadie pulirá, con el lastre de unas necesidades animales que no permiten que emerja el signo deicida de los artistas, suplantadores de dioses, creadores de nuevos cielos y nuevas tierras.
Y éste era el destino que la vida reservaba a Dionís Bennàssar y que su propia autobiografia incompleta se esfuerza en explicar. Un destino casero, mezquino, aferrado a expectativas míseras, justificado por la necesidad elemental de sobrevivir, lejos de la grandeza o del testimonio que hoy se nos antojan adecuados a una toma de posición comprometida o contestataria.
Y que, en cambio, bien mirado, tenía la grandeza del pragmatismo, de la necesidad, de no soñar con vanas ilusiones. Como si el mundo exterior, completamente indiferente, se hubiera convertido en una caja de cristal que preservaba una intimidad atípica y solitaria.
Ganarse la vida, en tierra campesina, era muy difícil. Pollença era tierra de emigrantes, de personas deseosas de una mínima estabilidad económica. Donís Bennàssar había nacido para ser artista. Pero la sociedad quería que fuese cualquier otra cosa, porquerizo, militar de cuchara, paracaidista, pensionista del Estado.
Toda la grisura de la necesidad, como un castillo que hacía imposible el estallido de los colores o de la vida interna. Un hombre que fue, precisamente, porque ninguno de los obstáculos que el mundo puso ante él pudo apagar el fuego que nacía en su corazón.
Hay artista que son importantes por sus gestos civiles, por lo que piensan, por lo que escriben. Dionís Bennàssar sólo es importante como hombre de bien y como pintor.
Sin los pinceles en la mano era como cualquier otro pollensín, un poco descreído, con una formación que en su caso no era nada del otro mundo – habría sido inhumano exigirle que lo fuese- pero que encarnaba los profundos sentidos morales de las virtudes de la tradición y el progreso.
Y que además de todo esto tenía una sensibilidad excepcional para la belleza, para la composición, para el sentido del color. Cosa que le permitía ser, más allá de la modestia, la sencillez, las modas y el éxito, un artista realmente extraordinario.
Con el paso de los años el legado artístico de Dionís Bennàssar no ha hecho más que crecer. Mientras que otras famas han quedado sepultadas en el silencio, o entre la indiferencia general, su obra ha ganado en aprecio general, y, porque no decirlo, en actualidad.
Lo que hasta cierto punto era, en su época, ruptura o inconformismo, ahora se ha hecho patrimonio estético común, entidad corpórea de nuestra manera colectiva de ver las cosas.
De ser, en la superficial apreciación de alguien, un epígono de la denominada, y para mí inexistente, escuela pollensina de pintura, o un segundo más o menos aprovechado de los maestros que pasaron por Pollença -Anglada sobre todo- por el paso del tiempo ha decantado la originalidad esencial de Dionís, su búsqueda constante, la fuerza cósmica de su lenguaje, la sinceridad que lo llevaba a dar todos y cada uno de sus pasos.
Hoy ya entre las estrellas del clasicismo, Dionís Bennàssar es un pintor que cada día gana en capacidad de testimonio, de fidelidad en su apreciación de la forma y del paisaje, cada vez más singular y diferenciado de otros artistas de su momento. Se desvanece el rastro, de todas formas perenne, del hombre, y emerge, eterna y divinizada, (haciendo olvidar las desigualdades, el escaso rigor en la elección) la creación imprescribtible del gran maestro.
Si Dionís Bennàssar hubiese vivido hoy, en una época en la cual los medios de comunicación crean y destruyen a cada instante glorias artísticas, su nombre se hubiera proyectado por doquier.
Desgraciadamente, la propia dificultad de los días que le tocó vivir lo mantuvieron en un ambiente limitado que muy poco tenía que ver con sus méritos reales y mucho con la falta de condiciones objetivas para el ejercicio del arte como profesión autónoma.
De todas formas, al final, la verdad no permanece esclavizada por la tiranía del dinero. El arte emerge siempre. Ars longa, vita brevis y los méritos de Dionís Bennàssar, su dionisíaca aportación plena de dicha por vivir, de táctil embrujo por las cosas y por el color, es ya una aventura autónoma que sigue un destino inexorable.
Artista de verdad, ejemplo de cómo el espíritu puede vencer, a contracorriente, todos los imponderables circunstanciales. Dionís Bennàssar, gracias a su obra perenne, sobrevive entre nosotros.
Josep Melià