Son numerosas las causas que perpetúan la vigencia de los paisajes mallorquines.
Algunas son admitidas como veredicto universal de las tertulias sonámbulas, ese oficio esotérico que encanta a los jubilados confesionales. Otras son menos conocidad, aunque quizá nos parezcan más hermosas. Cuando contemplamos un cuadro, cualquiera de los pintados por Dionís Bennàssar, sospechamos que esa rara intensidad expresiva pertenece a la pericia del pintor, pero también a la esmerada arquitectura del paisaje, un patrimonio local inscrito por azar en la isla.
Aquí la luz siempre nos ha parecido el mandato mítico que hace real el misterio de lo creado. Un verbo desencarnado (ya ven ustedes, no hay como aprender bien la lección) se derrama sobre la superficie del mar y, cercando la costa, concibe la geografía interior de una tierra gótica.
En un lugar como éste, todos los panteones nacionales han sido abolidos y cualquier dios pierde aquí su señorío. No existe en cambio ninguna rebelión (no hay serpientes y los manzanos llegaron un poco tarde) pero la dulzura panteísta del silencio da a la mirada todo el poder. Será fácil comprender la genial indiferencia con la que el mallorquín trata al mundo cuando se descubra que este poder no puede ser usurpado.
Pertenece únicamente al que lo posee, aunque no parezca sacarle provecho, y sin duda se lo llevará a la tumba, pues no puede ser expropiado ni canjeado, alterado, sometido o negociado. Este poder se manifiesta, como dijimos, en la mirada y, a veces, da miedo observar su destello en los ojos; otras, sin embargo, escogen la vía benigna en la que luego encontramos a gente como Dionís Bennàssar.
Me ha intrigado desde hace años la filiación que nos liga a gente que nunca conocimos. Nos sentamos frente a un cuadro o abrimos en nuestras rodillas un libro y algo terriblemente familiar nos posee.
Digo que es terrible y que nos posee porque no veo en ello ningún motivo de satisfacción. Tras esta vinculación se descubre siempre algo inquietante, por poco atento que uno permanezca a sus propios sentimientos. Si nos deshacemos en la empalagosa retórica lírica, se puede descifrar la naturaleza de este parentesco, pero sólo nos quedará en las manos un enigma.
Yo reconocía en Dionís Bennàssar, más allá de su pintura, la huella cierta de alguien que permance muy cerca de aquí. Hablando con su hijo, entrañable amigo y pintor como él, he descubierto los episodios biográficos que confirman ese parentesco invisible.
Dionís Bennàssar fue un hombre bueno, libre y de buenas costumbres al que ningún piadoso egoísta de la época pudo vencer ni convencer. Percibid cuánta elegancia hay en la resistencia sin estruendo. Del poder de su mirada queda todo lo que supo ver, sólo un resto de aquel esplendor.
Como esta exposición se celebre en su memoria, quiero redactar un nuevo epitafio. Empleo para ello unas palabras del poeta Joan Mesquida (en muchos aspectos Artà es una réplica de Pollença): «cavallers galants de indiscret mutisme».
Basilio Baltasar