Quise a Mallorca por primera vez allí donde Dionís Bennàssar la había pintado.
Desde entonces me he acostumbrado a verla con sus colores, con los trazos vigorosos de sus pinceles, con la misma ingenuidad de su mirada de payés, con su idéntico y poderoso paganismo.
Todo en la isla, pero aún más en Pollença, en las calles que le están en torno y en las rocas que desde lo alto miran al pueblo con benevolencia, toda la luz, todos los verdes y azules y los rosas, todo se me antoja como una particular interpretación de las tonalidades de Dionís Bennàssar.
Lo miro y me siento satisfecho de que mis ojos vean lo que son los suyos. Y comprendo que lo que ahora me rodea está hecho solamente de luz y color.
Cuando se vive en Mallorca, como Bennàssar, es preciso acostumbrarse a la luz que desprende y alimentarse de ella como si se tratara de una bebida que todo lo invade, a veces cantarina y ligera como el mar, a veces pastosa y acre como el aceite.
No es tarea fácil, porque, para conseguirlo, es preciso aprender a pegarse de pronto a la tierra de los bancales, como los pinceles a la paleta, untarse a ella y teñirse de sus ocres.
Es necesario tener el alma dispuesta a enroscarse, como la espátula en el pigmento, a la madera de los olivos que han retorcido siglos de crecer al antojo de una torturada búsqueda de aire y sol; unirse al suave tronco de los almendros en flor; zambullirse en los atardeceres rosados de un acantilado y en las montañas cristalinas de una cala cualquiera que se abriera a los pies de la sierra de Tramuntana; gustar del sabor amargo y verde de una aceituna curada en hinojo marino y de la poderosa sexualidad de una joven campesina de mandíbula desafiante y de pechos desnudos; achicarse frente a un pino que se yergue sobre una roca, bombeándose contra el mar, violentamente sujeto por las raíces descarnadas que le asoman de la piedra como si de los talones de un halcón se tratara.
Ese es Dionís Bennàssar, al que no conocí. Cada trazo espeso de sus pinceles es más que una imagen, es volver a la entraña de la tierra mallorquina.
Desde sus dibujos primitivos hasta sus ensoñaciones marinas, desde el agua apacible de sus calas hasta las extrañas flores malva de sus almendros, hay en cada matiz, en cada claroscuro, una sensualidad profunda y mediterránea.
Puede que sus colores no sean los académicos, porque no hay carros rosas tirados por burros azules, no hay mujeres verdes, y, sin embargo, reconozco como míos los pigmentos de Bennàssar y los veo, como él, a través de un extraño prisma de astigmatismo pagano.
Así son las tonalidades íntimas que cada cual reconoce en los rincones secretos que tiene en Mallorca.
Dionís fumaba, tosía, apostaba y era libre. Enamorado de la vida, la vivió sin salir de donde estaban ambos, él y su existencia. Escudriñó las facciones y, sobre todo, los torsos de la gente que le rodeaba y luego los dibujó con descaro, casi provocativamente.
Eran de su tierra y de su alma; y así quedaron estampados en el papel y en los lienzos: poderosamente quietos, abiertamente quietos, abiertamente satisfechos de sí mismos. No hay miserables en la pintura de Dionís.
Miraba los pinos y los retrataba de un solo color. Miraba al mar y lo retrataba de un solo color. De pronto, le agarrotaba la sensualidad e imaginaba a una mujer, siempre la misma, y la pintaba de un solo color. Para Dionís Bennàssar, la tierra y la vida, la naturaleza y los sentidos tenían todos la frescura pastosa del verde.
Aprendió a pintar solo, sin que nadie le enseñara, porque la pintura le fluía de los dedos de forma absolutamente natural. No hay artificio en ella. Como toda libertad, es un trallazo dado a los sentidos.
Así es cómo lo percibirán quienes vean la exposición de su obra y así lo recordarán quienes, sin poderse resistir a ello, miren una y otra vez las páginas de este catálogo.
Fernando Schwartz